¿Qué mejor que una charla picante con la abuela?
Todos los que tienen una abuela o conocen a una, han sabido sobre esas viejas que nunca pierden el toque mágico de sus años de juventud.
Mi abuela materna es una de ellas.
Un feliz matrimonio con su esposo y una educación de fierro hicieron que en su rostro se mantuviera no sólo la tensión de la piel, sino también el ímpetu en sus emociones y el rubor de sus mejillas cuando recuerda las "picardías" de antaño.
Antes del baile, por ejemplo, las 7 hermanas se reunían para prepararse. No alcanzaba con 4 horas antes: el baño, la depilación, el masaje con cremas y el cabello les comsumían tanto tiempo que todas acababan histéricas porque siempre se les hacía tarde. El tiempo era tan tirano que tuvieron que recurrir a los métodos de la guerra: cuando no había dinero para comprar cera depilatoria y el deber llamaba de todas formas, acudían a cualquier bebida de grado alcohólico moderado a alto, cubrían una porción de sus piernas/axilas/ingle con una fina capa de bebida, y, en un rápido movimiento, fósforo en mano, acercaban la llama, el alcohol se incendiaba, chamuscando los pelos, y al instante frotaban la zona para apagar el fuego y no quemarse vivas. Era un buen método. Mi abuela es hoy una criatura inhumanamente lampiña.
Un aroma agradable también era importante. En una época en la que Chanel era sinónimo de sofisticación pero también de ciencia ficción y fantasía, los perfumes incluso hechos pro el farmacéutico estaban fuera del alcance del bolsillo. Los hombres con patchouli se conformaban. Pero las mujeres debían tener un olor distintivo, agraciado, acorde a su personalidad y edad, sobre todo. Pero el problema más grande era la obsesión que tenían las más ancianas de la familia en educar a las jovencitas (entre ellas, mi abuela) en una forma obsesiva por la higiene personal. El propio olor del cuerpo -incluso limpio- en las partes íntimas era algo casi aberrante. El talco a veces no alcanzaba. Necesitaban una ayuda más, pero nuevamente estaba fuera de su alcance. Y una locura siempre era bienvenida como alternativa.
Un buen día una de mis tías abuelas, en un acto de estúpida valentía, se arrojó cantidades exageradas de perfume en la zona de la entrepierna. Error fatal. No le alcanzaban las dos manos ni toda el agua del mundo para quitar esa sensación de ardor quemante. Una lección inolvidable, sin duda.
Pero lo que no cuentan nunca las abuelas, y tal vez como resabio de aquella educación tan estructurada, son los detalles de la noche de bodas.
Once años de noviazgo antes del casamiento me dan a entender que por obvias razones mi abuela ya no era inmaculada a la hora de presentarse en el altar. Y teniendo 5 hermanas mayores - y ya casadas-, estaba bien surtida de experiencias y posibles experimentos por realizar.
Pero siempre hablan del portaligas. O liguero. Ese instrumento mágico que hoy en día se asocia tanto a cierta profesión más que a un elemento originalmente considerado casi más femenino que una pollera.
Los malabares que hacían los hombres para separar el liguero de las medias eran a veces hilarantes. Pero mi abuela, en su eterna bondad hacia el género masaculino, tan acostumbrado a una evidente simpleza en comparación a la vestimenta femenina, no hacía más que esbozar una sonrisa tímida y ayudarle en su travesía. Que por suerte, siempre tenía que terminar donde debía.
"Que un hombre viera el portaligas de una mujer era algo muy provocador", decía la abuela. Y si venía con tacos altos, más todavía. El blanco portaligas de mi abuela debe estar guardado en algún cajón de su placard, ya casi amarillentado luego de casi 60 años.
Otro truco curioso que una vez me contó era que, para despertar el animal en mi abuelo, ella solía poner flores de lavanda y ramitas de vainilla en el cajón de la ropa interior. Es que antes la ropa interior era mucho más grande que ahora, y por lo tanto mucho más "agarrable". No era de sorprenderse que en ciertas ocasiones las zarpas de un feliz hombre desgarrasen el satén de una tibia y perfumada prenda íntima femenina, que acababa siendo jirones en el piso de la habitación.
Y sí, también jugaban a las escondidas. Si mi abuelo adivinaba el color de la ropa interior de mi abuela, tenía el derecho a sacarle una prenda. Eso significa que tarde o temprano aprendió a desprender un portaligas con los ojos cerrados. Después de eso siempre condimentaban el ambiente con masajes con aceites curativos (porque el padre de mi abuelo era farmacéutico). Mi abuela era una mujer muy osada en la cama. Aún hoy sigue perfumando sus cajones, claro que esta vez usa esos perfumes caros que siempre le regalan sus hijos. Yo no tengo sospecha alguna, por suerte, de que aquellos años dorados se han convertido en platino: quién sabe qué cosas nuevas habrán surgido para seguir condimentando el juego amoroso luego de tantos años.
Con razón mi abuelo es tan feliz hoy en día.
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