martes, 9 de marzo de 2010

Secretos de alcoba de las abuelas


¿Qué mejor que una charla picante con la abuela?
Todos los que tienen una abuela o conocen a una, han sabido sobre esas viejas que nunca pierden el toque mágico de sus años de juventud.
Mi abuela materna es una de ellas.
Un feliz matrimonio con su esposo y una educación de fierro hicieron que en su rostro se mantuviera no sólo la tensión de la piel, sino también el ímpetu en sus emociones y el rubor de sus mejillas cuando recuerda las "picardías" de antaño.
Antes del baile, por ejemplo, las 7 hermanas se reunían para prepararse. No alcanzaba con 4 horas antes: el baño, la depilación, el masaje con cremas y el cabello les comsumían tanto tiempo que todas acababan histéricas porque siempre se les hacía tarde. El tiempo era tan tirano que tuvieron que recurrir a los métodos de la guerra: cuando no había dinero para comprar cera depilatoria y el deber llamaba de todas formas, acudían a cualquier bebida de grado alcohólico moderado a alto, cubrían una porción de sus piernas/axilas/ingle con una fina capa de bebida, y, en un rápido movimiento, fósforo en mano, acercaban la llama, el alcohol se incendiaba, chamuscando los pelos, y al instante frotaban la zona para apagar el fuego y no quemarse vivas. Era un buen método. Mi abuela es hoy una criatura inhumanamente lampiña.
Un aroma agradable también era importante. En una época en la que Chanel era sinónimo de sofisticación pero también de ciencia ficción y fantasía, los perfumes incluso hechos pro el farmacéutico estaban fuera del alcance del bolsillo. Los hombres con patchouli se conformaban. Pero las mujeres debían tener un olor distintivo, agraciado, acorde a su personalidad y edad, sobre todo. Pero el problema más grande era la obsesión que tenían las más ancianas de la familia en educar a las jovencitas (entre ellas, mi abuela) en una forma obsesiva por la higiene personal. El propio olor del cuerpo -incluso limpio- en las partes íntimas era algo casi aberrante. El talco a veces no alcanzaba. Necesitaban una ayuda más, pero nuevamente estaba fuera de su alcance. Y una locura siempre era bienvenida como alternativa.
Un buen día una de mis tías abuelas, en un acto de estúpida valentía, se arrojó cantidades exageradas de perfume en la zona de la entrepierna. Error fatal. No le alcanzaban las dos manos ni toda el agua del mundo para quitar esa sensación de ardor quemante. Una lección inolvidable, sin duda.
Pero lo que no cuentan nunca las abuelas, y tal vez como resabio de aquella educación tan estructurada, son los detalles de la noche de bodas.
Once años de noviazgo antes del casamiento me dan a entender que por obvias razones mi abuela ya no era inmaculada a la hora de presentarse en el altar. Y teniendo 5 hermanas mayores - y ya casadas-, estaba bien surtida de experiencias y posibles experimentos por realizar.
Pero siempre hablan del portaligas. O liguero. Ese instrumento mágico que hoy en día se asocia tanto a cierta profesión más que a un elemento originalmente considerado casi más femenino que una pollera.
Los malabares que hacían los hombres para separar el liguero de las medias eran a veces hilarantes. Pero mi abuela, en su eterna bondad hacia el género masaculino, tan acostumbrado a una evidente simpleza en comparación a la vestimenta femenina, no hacía más que esbozar una sonrisa tímida y ayudarle en su travesía. Que por suerte, siempre tenía que terminar donde debía.
"Que un hombre viera el portaligas de una mujer era algo muy provocador", decía la abuela. Y si venía con tacos altos, más todavía. El blanco portaligas de mi abuela debe estar guardado en algún cajón de su placard, ya casi amarillentado luego de casi 60 años.
Otro truco curioso que una vez me contó era que, para despertar el animal en mi abuelo, ella solía poner flores de lavanda y ramitas de vainilla en el cajón de la ropa interior. Es que antes la ropa interior era mucho más grande que ahora, y por lo tanto mucho más "agarrable". No era de sorprenderse que en ciertas ocasiones las zarpas de un feliz hombre desgarrasen el satén de una tibia y perfumada prenda íntima femenina, que acababa siendo jirones en el piso de la habitación.
Y sí, también jugaban a las escondidas. Si mi abuelo adivinaba el color de la ropa interior de mi abuela, tenía el derecho a sacarle una prenda. Eso significa que tarde o temprano aprendió a desprender un portaligas con los ojos cerrados. Después de eso siempre condimentaban el ambiente con masajes con aceites curativos (porque el padre de mi abuelo era farmacéutico). Mi abuela era una mujer muy osada en la cama. Aún hoy sigue perfumando sus cajones, claro que esta vez usa esos perfumes caros que siempre le regalan sus hijos. Yo no tengo sospecha alguna, por suerte, de que aquellos años dorados se han convertido en platino: quién sabe qué cosas nuevas habrán surgido para seguir condimentando el juego amoroso luego de tantos años.
Con razón mi abuelo es tan feliz hoy en día.

Sobre la travesía épica de tu viejo en tanga (Primera Parte)


Si tu viejo es zapatero, zarpale la lata.
Este refrán de comienzos del milenio nos alienta a seguir nuestros instintos más prehistóricos de aprovecharnos de cualquier situación a toda costa.
Se dice que el 15% de los hombres alguna vez engañó a su pareja. Las mujeres serían el 10%. Sin ánimos de hacer un comentario sexista, me remito a los hechos y saco conclusiones apresuradas (como debe ser): hay, debido a ciscunstancias evolutivas, un promedio de 7 mujeres por cada hombre. Esto explicaría- en un sentido muy arcáico, al menos en principio-, el porqué de esta necesidad en el género masculino (porque, vamos, qué es el sexo sino una necesidad visceral. Por favor, no me vengan con pavadas, no a estas horas). Y en promedio las mujeres viven muchos años más que los hombres. Las mujeres se desarrollan sexualmente antes que los hombres, además. Esto tal vez explicaría el tema del engaño en las mujeres.
Pero pasemos a otro plano.
La necesidad per se, ¿de dónde viene?
¿Se liga con la búsqueda de satisfacciones, nada más? ¿A un incremento de hormonas que le dicen a nuestro cerebro que nos estamos sintiendo bien? Y me refiero a cualquier tipo de necesidad.
El otro día mi abuelo, a sus 78 años, me empezó a contar sobre sus travesías amorosas y el enorme par de cuernos que mi abuela ostentaba en su coronilla y que cada vez crecían más y más, convirtiéndola prácticamente en un ciervo con pollera. Y es que, mi abuelo aprovechaba cualquier ocasión para embadurnarse de pies a cabeza del aroma de una bella y disponible mujer. Ojos que no ven, corazón que no siente: mi abuelo la tenía bien clara. Decía que se iba después de la cena a jugar a las bochas con los muchachos, en un atuendo nada llamativo, casi descuidado. Llegaba a la casa de su concubina, en donde tenía guardado un impecable traje de baile de salón (llevado en alguna otra y lejana ocasión a escondidas, o tal vez con la excusa de que "iba a la tintorería"), se bañaba, en la bañera de la mujer esta, y se peinaba el pelito con un peine Jabalí, y se acomodaba el moñito (o se lo acomodaba ella, vamos), y partían ambos hacia el baile, y más tarde quien sabe, tal vez hacia el mundo de los deseos carnales.
Linda la historia del abuelo. Otro año, otro capricho con forma de mujer. A veces mujeres más jóvenes, otras, señoras agraciadas que dejaban, con misma excusa, a sus aburridos maridos ya venidos a menos en busca de carne joven. A veces se cansaba en meses. Me dijo que era porque "le gustaba". Claro que le gustaba. El ciclo de los seres vivos es nacer, crecer, reproducirse y morir. Y la naturaleza hizo la reproducción algo placentero precisamente para que fuera más fácil y manejable el hecho de tener que meterse en el cuerpo de otra persona, intercambiar fluidos y todas esas cosas que ya sabemos bien. Por lo que mi abuelo estaba cumpliendo su deber en el universo: nacer para crecer, crecer para ser capaz de reproducirse y después de eso, morir. Y bien que le sacó provecho a tantos años de paciencia y crecimiento.
Pero había un ligero problema: mi abuelo estaba casado. Y cuando cometía todos estos actos, no importaba si habían pasado, meses, años o incluso hijos. La vida de mi abuelo consistía en crear engaños. El conocimiento que mi padre o mi tío poseen sobre mi abuelo es todo un universo creado alrededor de una mentira. Y así salió mi tío. Porque él todavía era chico cuando mi padre salía a trabajar y vivían los cuatro juntos. Y como todo chico solía ver más de lo que debía, no por curiosidad, sino por instinto incontrolable. Mi abuela era una pacata encerrada en su casa, esclava de un hombre que no la amaba pero que ni siquiera era capaz de respetarla. Y mi tío había absorbido ese juego dispar toda su vida. Así creció y forjó una personalidad parecida a la de mi abuelo, aunque juraba que nunca iba a dañar tanto a su mujer. Mentiiiira. Ya de grande tenía curiosidad también. Lo azotó el pensamiento de: "si lo hizo mi viejo, ¿porqué yo no puedo intentarlo, al menos para saber qué se siente?", y menos mal que se quedó en el molde. Porque le costó mucho más que un par de novias y una esposa. Le costó un costado de su personalidad que siempre le va a ser una carga: la inconstancia. La inhabilidad de encontrar satisfacción suficiente. O más bien, tener la satisfacción, pero por alguna razón, querer más, y sin importar cómo conseguirla.
Mi abuelo le zarpó la lata a mi abuela varias veces. Aprovechó que mi abuela era no sólo zapatera, sino ciega y, desafortunadamente, muy corta de intuición, y le robó la zapatería entera en frente de sus narices.
Al menos mi abuelo hubiese tenido la desencia de divorciarse, o separarse. Ni siquiera tenia que decirle que la engañaba, hubiese bastado otra de sus mentiras piadosas para alejarse de ella , que al fin y al cabo le era una molestia, pero no lo hizo. ¿Porqué? Por comodidad. Porque ella le hacía la comida y era la madre de sus hijos. Y mi abuelo, con el estigma de una madre ausente, no quería lo inverso para sus hijos. Pero eso era otra excusa. Bien podría haberlo hecho. Todos hubiesen sido más felices. Mi papá hubiera sido menos perseguido por los amigos del barrio que le gritaban de lejos "tu vieja es una cornuda". Mi tío hubiese tenido que ahorrarse todas esas leccciones que bien lejos estaban de "modelo de padre". Y mi abuela, en su ignorancia, al menos podría haberse ahorrado muchos malos tratos y frialdades, y hubiera tenido la oportunidad de conocer a otra persona que al menos fuera capaz de respetarla como mujer, y más que nada, como compañera.
El problema del matrimonio era el compromiso. Y un compromiso es como un contrato. Si se vuelve insoportable hay dos opciones: o seguir remando a pesar de, o renunciar. Pero un engaño en un contrato es inaceptable, y si mi abuelo estaba harto del contrato hubiera tenido la decencia de renunciar. Nadie se lo impedía. Y podía seguir con su vida vivaracha sin molestar a nadie y ser feliz con sus creencias y necesidades. Lo juzgo por eso, por no ser un poco hombre y asumir las consecuencias de sus actos.
Pero ahora viven una historia extraña. Apenas si se conocen. Mi abuela en su eterna bondad sigue preocupándose de él y él, tal vez por tanto aguante, la acompaña y ayuda. Pero le sigue siendo una molestia, de eso estoy segura. Tenerla o no tenerla sería lo mismo. Es más, ahora mismo le gustaría escaparse con alguna mujer y revivir sus años de juventud y farsas.
Sólo porque "le gusta".